“—Jamás he sido un auténtico cínico. No tengo medios para ello. Ser un cínico coherente exige cualidades físicas y morales de las que carezco. El último gran cínico de nuestra época fue Emile Cioran, que llevó una vida monástica informal. Pero ser el monje de una desesperanza íntima sale caro porque día a día se enfrenta uno a refutaciones escogidas, a la prueba de que la felicidad no está tan lejos ni es tan trascendente. El cinismo es la decisión de no disolverse en la felicidad.” (Peter Sloterdijk)
Clarín, 28/06/2003 (originalmente en Le Point, 14/02/2003, por Elisabeth Levy)
Ahora es de buen tono citarlo. Pero sería injusto reducir a una simple moda el éxito de este filósofo alemán que podríamos describir como un anti-Habermas (él prefiere presentarse como un nietzscheano de izquierdas). En cualquier caso, sus lectores se multiplican.
Peter Sloterdijk es los que viven con intensidad la época que les ha tocado. Manipulación genética, desorden de la cultura, mutación antropotécnica, desaparición de fronteras: no hay nada del futuro que asuste a este pensador postheideggeriano seducido por la tecnociencia. En 1999 se vio envuelto en una polémica al anunciar durante un coloquio las Normas para el parque humano. Los pro y anti-Sloterdijk se cruzaron invectivas a través de la prensa. Pese a ello, la consagración, universitaria y mediática, llegó, ya que a los 54 años fue nombrado rector de la Hochschule für Gestaltung, donde imparte filosofía y estética, y luego elegido para suceder al crítico Marcel Reich-Ranicki como presentador para TV de un programa cultural.
En su espera, quien entonces se inquietaba por la desaparición del humanismo erudito hoy hace alarde de un optimismo sorprendente. El mundo en el que vivirá su hija, de diez años, ya no parece preocuparle. Y mientras continúa con su trabajo, disfruta con apetito de los placeres de la vida. Este gigante ama el amor, la buena literatura, la buena comida y los paseos en bicicleta por los aledaños de su casa de Grignan, en la provincia del DrÉme, donde reside. Muy alemán, sin duda, pero también muy francés.
—Desde la publicación de Normas para el parque humano le inquietaba la evolución de la humanidad. Hoy su preocupación parece haber mudado en adhesión al mundo que nos espera. ¿Por qué?
—Después de la Segunda Guerra la filosofía continental se convirtió en una especie de hermenéutica de la catástrofe. Entender la pesadilla, asomarse al abismo, fue la misión principal del pensamiento. Y los filósofos debían comprometerse a que sus textos jamás pudieran servir de coartada a los horrores venideros. De ahí la orientación hacia una filosofía “gótica”, término con el que los ingleses han denominado cierto tipo de literatura, que hace del horror lo sublime del pueblo. En el siglo XIX, en literatura, música e incluso en el campo de las ideas, se había desarrollado el sentido del entretenimiento a través del anuncio del terror. Tras la guerra, la situación general del pensamiento propició la vuelta a lo gótico en el plano teórico. Ya en mi primer libro, Crítica de la razón cínica, rompí con esa estrategia de la fraternidad del terror.
—Entonces, ¿reconoce haber cambiado de estrategia para responder a ese terror? ¿Siente todavía filiación al cinismo griego que invocaba entonces?
—Jamás he sido un auténtico cínico. No tengo medios para ello. Ser un cínico coherente exige cualidades físicas y morales de las que carezco. El último gran cínico de nuestra época fue Emile Cioran, que llevó una vida monástica informal. Pero ser el monje de una desesperanza íntima sale caro porque día a día se enfrenta uno a refutaciones escogidas, a la prueba de que la felicidad no está tan lejos ni es tan trascendente. El cinismo es la decisión de no disolverse en la felicidad.
—Ha comparado asimismo la evolución del mundo con una fiesta de suicidas…
—Se trataba de desembarazarse de esa herencia de la escuela de Francfort que ha marcado mis primeras obras. Ese molde teórico de la izquierda clásica era para mí una especie de consenso del que había que zafarse cuanto más se presentara bajo la forma de un discurso de resistencia a la opinión dominante del país. Pretendiendo ser el representante de una corriente de pensamiento minoritaria, al borde de la extinción, Adorno ejerció una presión ideológica sobre estratos enteros del pensamiento contemporáneo. Ateniéndonos a su biografía, hizo lo correcto ya que perteneció a una generación que pudo escapar del holocausto gracias la emigración. Pero su posición, legítima, quedó anacrónica a mediados de los años setenta.
—Insisto en su cambio de tono…
—Hay que distinguir el pesimismo metodológico del pesimismo existencial. El pesimismo metodológico se impone porque pensar en lo peor es la base misma del análisis. Pero el oficio de profesor consiste en pensar en lo peor llevando una vida feliz. Yo he ensayado mucho, como personaje psicológico que soy, para estar tan desesperado como las teorías que conservaba de los maestros de nuestra generación… Me han hecho falta veinte años para descubrir que soy capaz de meditar sobre lo peor adoptando una actitud existencial orientada a la felicidad. Pues el deber del hombre es ser feliz. Si se quiere escapar de la trampa del resentimiento, hay que desear la felicidad.
—Cuando usted habla de las biotecnologías e incluso de la técnica en general, apenas da muestras de pesimismo metodológico. Más bien se mofa de quienes fustigan, por ejemplo, las prácticas de un Antinori, el médico italiano que dice haber clonado un ser humano…
—Lo importante es no anticipar el futuro a partir de nuestras experiencias del pasado. En una sociedad más o menos medieval, una auténtica innovación tecnológica provoca una revolución. Pero hoy día, que hemos acumulado una experiencia extraordinaria, la introducción moderada y controlada de algunas innovaciones en la manipulación de los genes del hombre, las plantas o los animales ya no constituye un ataque disparatado. Las conquistas actuales son procesos extremadamente regulados. Cada “ciudadano epistemológico” —como información o invención— que reclama el derecho a la inmigración dentro de nuestra sociedad sólo obtiene un estatuto civil tras ser sometido a un estricto examen. Pero la cultura del miedo en la que vivimos descansa en la imagen de la novedad como invasión.
—¿No esconde su punto de vista un sueño desmesurado de conocimiento?
—En realidad, el azar es el último aliado del inconsciente católico de los europeos frente a sus opciones existenciales. En la sociedad hay un partido más bien protestante y activista que acepta la fatalidad de poder escoger. Y hay otro de tipo católico, no en el sentido de la profesión de fe sino de la actitud mental, según el cual el único facultado para elegir es el azar. Desde el momento en que la procreación es el fruto de azares diversos, no hay que inmiscuirse. Esta actitud católica es terriblemente poderosa, incluso en un país como Alemania, donde una gran coalición de la superstición quiere que el azar genético decida por nosotros.
—¿Pero si la religión del azar pierde fuerza, podremos aún experimentar la finitud humana?
—Después de la religión del azar viene la sabiduría misma, la sabiduría de la cordura. La manipulación total será siempre una ideología estúpida. Así, los primeros en servirse de la nueva genética serán necesariamente los locos, los detestables. Antinori prueba que todavía se dan encuentros delirantes entre científicos y no científicos. Cierto es que al hombre de ciencias actual se le presenta la posibilidad de ponerse al servicio de los delirios de su clientela, pero he conocido a una decena de investigadores en esos campos y jamás he visto a científicos tan moderados, prudentes y angustiados por su trabajo.
—¿Esa fe en la sabiduría humana no contradice su declaración melancólica sobre la crisis profunda del humanismo erudito?
—Estamos en el umbral de un nuevo compromiso de la cultura en el que el humanismo tradicional deberá ajustar sus cuentas con la tercera cultura, de la que jamás ha tomado nota. Y la tercera cultura no son ni las ciencias puras ni las humanidades, sino todas las ingenierías. Cuando Wilhelm von Humboldt y algunos otros inventaron la universidad moderna en la época de las guerras napoleónicas (lo que se ha dado en llamar neohumanismo prusiano), se fraguó entre Francia y Alemania un diálogo de gran trascendencia sobre el modo en que había que educar en esa nueva época. Y la respuesta fue una mezcla de neoclasicismo y neorrealismo. La batalla cultural del siglo XIX consistió en sellar la paz entre los sabios y la tradición clásica, en reconciliar el humanismo de Weimar con la cultura de las máquinas. En el futuro tendremos una nueva fórmula potente que integre los conocimientos técnicos y la cultura de las ingenierías en esa corriente de base que es la literatura, el primer arte de la escritura. El progreso nunca nace de la renuncia.
—El futuro, en su opinión, implica el abandono del individualismo clásico. Toda su obra reciente, en particular Esferas, trata sobre el ser en su conjunto. “Cada ser está acompañado”, escribe. Hay que radicalizar la idea del vínculo, “alabar la transmisión y refutar la soledad”.
—Hoy en día debemos tener una actitud revisionista con el conjunto de pensamientos caracterizados como la “época de la metafísica”. Yo he intervenido en el proceso contra la sustancia y su soledad. Nuestra cultura ha cometido un error fundamental al hablar del sujeto humano en soledad: ha ido demasiado lejos en la voluntad de analizar. Hay que detenerse en el “dos”. El individualismo metafísico de los occidentales habla del ser humano con una terminología más propia de estrellas, de granos de arena, de individuos físicos que no conocen el éxtasis del ser vecino… Los seres humanos son, a mi modo de ver, seres literalmente surreales porque viven en el surrealismo de sus relaciones siempre recíprocas y asimétricas.
—Hablemos un poco de política. Para usted el combate de la derecha contra la izquierda ha sido largo tiempo el de lo pesado contra lo ligero: la izquierda correspondía al deseo de aligerar la existencia, la derecha, al de recargarla. ¿Es todavía pertinente esa distinción cuando no hay nada más ligero que el capitalismo actual?
—Sí, la flexibilidad cambió de bando. El capitalismo que propone aliviar la vida ocupa el lugar de la antigua izquierda cuya clientela clásica la formaban quienes sufrían una vida demasiado dura. Uno se hacía de izquierdas para compartir la vida con la de aquéllos que no lo tenían precisamente fácil. En el fondo es muy simple. No se trata de moral abstracta, sino de una idea concreta de la Justicia.
—Pero de ahí a apelar, como usted hizo, a una internacional de empresarios…
—¡Pero claro! Los empresarios comparten el destino de los trabajadores. Desempeñan un trabajo preciso y difícil… No hablo de la nueva y frívola clase de líder, sino de quienes se comprometen en la producción de bienes concretos. Esos empresarios se reunirán con el antiguo proletariado porque tanto unos como otros saben que están contribuyendo a la producción. Existe verdaderamente una nueva oposición entre producción y especulación. Para ser conservador, hay que poseer bienes que merezcan ser conservados. Cualquier coleccionista de vinos sabe que no se beberá sus mejores cosechas. Y ello es válido para todas las culturas materiales cuya supervivencia podemos desear para otra generación de usuarios. Ahí tiene una definición bastante elegante y convincente de un buen conservadurismo. Si nada merece ser preservado, resulta en vano luchar por el acceso de las masas a los bienes de las elites.
—¿Una escuela que transmite conocimientos merece, desde esa perspectiva, ser conservada?
—La educación en sí es en esencia una actividad conservadora. Un profesor progresista es un conservador que esconde el lado retrógrado de su actividad. A un verdadero educador no se le ocurriría proponer, como acaba de hacer el nuevo ministro de Cultura en Alemania, la introducción de la música pop en la enseñanza escolar. Esa locura pretendidamente progresista oculta un núcleo vacío o reaccionario. En resumen, habría que ser conservador con las riquezas adquiridas. No se puede pertenecer a una civilización si se la desprecia. La civilización no consiste sólo en saber hacer, sino en saber apreciar la riqueza. Y ser de izquierdas equivale a combatir la pobreza en todos sus ámbitos.
—¿Es ésa la izquierda nietzscheniana que reclama?
—Sí, Nietzsche es precisamente el partisano, el profeta de esa riqueza sin mala conciencia a condición, claro está, de no adherir a una concepción estúpida de la riqueza. Sin amor por la riqueza uno se queda siempre en la política del resentimiento. Y ese punto de la encrucijada conduce con demasiada facilidad a las autopistas del fascismo.
—¿El riesgo es ese “fascismo de entretenimiento” del que ha hablado?
—Reservo el término “fascismo de entretenimiento” a fenómenos que pertenecen estrictamente al registro mediático. Pensaba en la caza de brujas y, en mayor medida, en la transformación del sistema parlamentario en una auténtica feria. Es lo que yo llamo la sociedad de la arena. El circo romano venció al estadio del atletismo de los griegos. Y en la arena romana nació el fascismo de entretenimiento.
—Para usted el auténtico peligro fascista del futuro está en Estados Unidos.
—Asusta ver con qué facilidad el sentimentalismo, el resentimiento y el belicismo pueden invadir la Casa Blanca. La inverosimilitud de la democracia como estilo de vida es mucho más palpable cuando uno vive en Estados Unidos porque la heterogeneidad social es tal que, sin un delirio que compartir, la sociedad se descompondría de un momento a otro. Y hay que renovar sin cesar el pretendido contrato social. Si resulta tan grato hablar con los norteamericanos es porque han aprendido a publicitar su personalidad, mientras que nosotros, los europeos, a imagen de aristócratas de otro tiempo, guardamos con celo los secretos de familia. La reserva es específica de Europa. Aquí nos guardamos lo más interesante.
—¿Pero cree en el choque de civilizaciones?
—Eso ya lo hemos dejado atrás. Huntington, como sabe, es un reciclador de ideas. Su genio radica en haber conseguido vender a los norteamericanos la antigua guerra contra los turcos, cuando no tienen ni frontera con ellos. Si de verdad queremos saber en qué punto estamos del choque de civilizaciones, deberíamos leer las cartas en que Voltaire anima a la zarina Catalina a atacar al imperio musulmán en nombre de la civilización y le otorga la bendición de la ilustración para emprender esa guerra civilizadora. Ahí está el choque de civilizaciones. Y los norteamericanos se lo han tragado…
—La vida, escribe, sólo se justifica por la generosidad. ¿Pero cómo distinguir esa generosidad nietzscheana del humanitarismo llano de los buenos sentimientos?
—Es una difícil distinción. Algunos buenos cristianos se creen los mejores nietzscheanos. Según ellos, Nietzsche habría subestimado el lado generoso del cristianismo insistiendo en el resentimiento de éste sin entender que la figura del santo, como la del sabio, es portadora de la idea de derroche incondicional. ¿Nietzsche habría a su vez carecido de generosidad al ignorar ese aspecto sublime del cristianismo? Hoy en día, los impuestos han sustituido a la idea de santidad. Cada millonario da la mitad de su abrigo sin ser canonizado
—Hablemos de Europa ¿El acercamiento de Francia y Alemania contra la guerra en Irak sentó las bases de una Europa capaz de oponerse a EE.UU. o traduce una voluntad de salirse de la historia?
—Hay que reconocerle al secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, su rentable grosería: la idea de que Francia y Alemania son un problema es innegable. Aparece así una Europa escindida entre un bando compatible con Bush y un bando incompatible. Es lo que se ve, aunque no sea así. Admitámoslo: una falla recorre efectivamente Occidente, pero su línea de ruptura no surge de las vulgaridades de Rumsfeld. La vieja Europa, dignamente representada por Francia y Alemania, es la fracción avanzada de Occidente, que, tras las lecciones aprendidas en el siglo XX, se ha convertido a un estilo cultural postheroico. Estados Unidos, por el contrario, se aferra a las convenciones afectivas y políticas del heroísmo. Héroes como Rumsfeld y Bush están absolutamente convencidos de que es la fuerza la que otorga libertad, y que la cultura y las leyes sólo valen cuando el viento sopla a favor. La disputa afecta a la propia “realidad”: Rumsfeld estima que EE.UU. es el adulto de la escena mundial y que practica la realpolitik; los países problemáticos creen más bien que lo que ocupa el poder en Washington es el infantilismo real.
Copyright Le Point. Traducción Ma. Teresa López.
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