Clarín, Argentina, 21/10/2001
Por Ariel Dilon
Este dice haberlo entendido, por fin, a partir de que supo que Michaux, en su juventud, soñaba con entrar en una orden. “Michaux se acerca a los místicos”, dice, “en sus ráfagas interiores, en su voluntad de habérselas con lo inconcebible (…). No teniendo ni la buena ni la mala suerte de anclar en el absoluto, se crea abismos, provoca siempre nuevos, se sumerge en ellos, y los describe.”
El vértigo de la escritura en Michaux, así como el de sus dibujos mezcalínicos, por cierto releva una suerte de furor descriptivo; pero la descripción tiene para él un alto propósito, que sólo se discierne a la luz de una completa inmersión espiritual, de un Conocimiento por los abismos, tal el título de su libro mas “científico” sobre las drogas, casi una tentativa de establecer una gramática de los estados, un metalenguaje de las visiones: repetición, oscilación, ondulación, interrupción rítmica, perpetua alternancia.
“¿Por qué releemos a Artaud, a Michaux? ¿Por qué elegimos de este último los poemas escritos bajo el efecto de la mezcalina, que es una experiencia de la locura?”, se pregunta Arturo Carrera en su prólogo a Momentos (Travesías del tiempo), que ha traducido con intuiciones certeras para la exquisita editorial Alción, de Córdoba, y donde se incluye, vuelto a traducir, “Yantra” que el mismo Carrera había vertido hace años junto a Chiquita Gramajo. Los lazos con Artaud y con la locura son indiscutibles: aunque la “carga” de la locura sea en ambos tan diferente. Para Artaud se trata de un deseo de libertad que nos lo acerca, lo vuelve, en su misma locura, humano, familiar, un “compañero”. Michaux en cambio no es un libertario, su voluntad sólo conoce una divisa: la del viaje, la del conocimiento a toda costa, sin desear la liberación o la salvación, observando su cielo y su infierno con imparcialidad: “pequeño bajo el viento / pequeño y lacunar / apresurado y sabiendo que pronto es preciso que sepa / en su cockpit en su ínfima galaxia /en su automotor / en su autocorrector”, dice en “The Thin Man”, el primer texto de Momentos. Su sentido del humor, en última instancia, lo preserva de la locura en el sentido clínico, esa que le costó a Artaud tantos años terribles. En los dos, la mirada habla — Artaud en El pesanervios, en El ombligo de los limbos —; hay una simultaneidad inédita entre los sucesos del espíritu y la palabra, que los vuelve corresponsales de guerra narrando en directo desde un frente de batalla donde la munición es pensamiento. Pero Michaux siempre guarda una cuota de serenidad, una distancia, un pacifismo que es mero desinterés, una comicidad metafísica; aun cuando está tan implicado en la conflagración que nada de él como hombre permanece reconocible o familiar.
“el espacio tosió sobre mí / y he aquí que no estoy más / los cielos hacen rodar ojos / ojos que no dicen nada y no saben gran cosa“, escribe en “Paz entre roturas”. Puede decirse que Momentos es, de todos sus libros, el que se postula mejor para representar esa corresponsalía mental instántanea, hecha de las “rafagas interiores” de uno de los mayores poetas del siglo XX.
En Las grandes pruebas del espíritu narró Michaux el decisivo episodio que llevó su indagación de sí mismo a extremos de una barroca lucidez. Un momento de completa desorientación “en un cine, bajo los efectos del hachís” que le hizo notar por primera vez que siempre, en cada instante de su vida normal, había estado “orientado”. Orientado merced a un trabajo incesante del pensamiento, que ahora flaqueaba, se desvanecía intermitentemente, suspendido por la droga, mostrando algo así como un cuadro de figura y fondo donde la permanente ocurrencia de las figuras tiene por fin ocultar el fondo. Tal vez Michaux tomó entonces la decisión de observar su pensamiento, de seguirlo en sus “pliegues”, de ver eso que el pensamiento “hace” cuando se renuncia a construir con él las coordenadas de un mundo real y de un yo. Decisión en muchos sentidos comparable a la que dos mil quinientos años antes había tomado un personaje conocido como Siddartha Gautama, el buda histórico. En aquel prólogo, Cioran celebra la persistencia de Michaux en lo que para los budistas representa un error, un desvío, una forma de apego, de “materialismo espiritual”: “Toda su vida ha estado tentado por la India”, escribe, “tentado solamente, por fortuna, pues si a causa de una metamorfosis fatal hubiese terminado por dejarse embrujar, obnubilar, hubiera renunciado a la prerrogativa muy suya de poseer más de una tara(…). ¡Qué catástrofe si les hubiera tomado gusto al Vedanta o al budismo! Ahí hubiera dejado sus dones, su facultad de desmesura. La liberación lo hubiera aniquilado como escritor: no más “ráfagas”, no más hazañas”. Pero quién sabe si no es esa radical negativa a salvarse, ese humor que le reconoce Michel Butor, esa lealtad a la fantasmagoría de lo real la que convierte a Henri Michaux en un verdadero místico, como lo prueba casi cualquier pasaje de “Hacia la completud”, otro texto de Momentos: “No tengo origen / No recuerdo más mis hombros / ¿Dónde el dispositivo para querer? / después de un largo viaje // Nada / solamente Nada / ”Nada” se eleva del naufragio // Más grande que un templo / más puro que un dios“. Valga la paradoja: Michaux se desembaraza del yo de una manera “personal”, de una manera yoica todo un gesto de caballerosidad, de parte de ese terrible misántropo, hacia la tragicómica condi ción humana que, después de todo, no dejará de ser una pena ver desaparecer.