Félix de Azúa, El País, 21 de junio de 1995
Nada de lo que he ido leyendo de Cioran me ha ilustrado tanto sobre la compleja y delicada trama de su espíritu como aquella visita, hace más de 20 años, en compañía de Fernando Savater. Fuimos a verle a su buhardilla del Barrio Latino -una chambre de bonne de un ascetismo parejo al de Dreyer, pintada de blanco hasta por el suelo y con una estufa de hierro colado en medio de la habitación, cierta tarde de febrero o marzo, ya no recuerdo, con un frío que pelaba. La estufa, que parecía una deidad primitiva y malévola en aquel refugio evidentemente santo, estaba apagada.Savater andaba por entonces traduciendo a Cioran para aquella editorial Taurus dirigida por quien no había alcanzado todavía a ennoblecer su sangre, y nadie conocía al rumano. Recuerdo que en aquellas fechas no muy alejadas de 1970 se había producido una tremenda huelga de basureros en París y la ciudad estaba cubierta de basura. Las ratas se cruzaban por entre las piernas de los paseantes y un humo excrementicio manaba de las montañas de materia descompuesta. Cada día, mientras duró la huelga, Beckett llamó por teléfono a Cioran para dar un paseíto juntos. “Nunca París ha estado más hermoso”, comentaba Beckett con exaltación juvenil.
Cioran nos recibió con una cortesía dieciochesca. Era un caballero entrado en años (es decir, mi actual edad), de mediana estatura y mirada inquisitiva. Nos sentamos a conversar, y Fernando me presentó como un español que vivía provisionalmente en París. Cioran ya no atendió a nada más. Me miró intensamente y comenzó a interesarse por mí. “¿Come usted con regularidad?”me preguntó. “¡Los inviernos de París son temibles, pero aún lo son más sus prirnaveras!”. Me observó de arriba abajo, deteniéndose con interés en los zapatos, y añadió: “¡El frío húmedo y pegajoso del Sena produce más muertes que la sífilis!”. Se levantó presuroso y nos conminó a seguirle… [+]