“Pueblos prendados de fantasmas: Cioran en España, yo en Rumanía” (Jesús Pérez Caballero)

Fronterad Revista Digital – 23-01-2014 [link]

Podemos imaginar a Cioran en las playas de Talamanca, comparando, en su juventud, atolondrado, su alma con el mar y el universo con los granos de arena. También en su cuarto parisino, en su madurez, desgastándose las plantas de los pies, pensando en los místicos españoles, que desgastaban a golpe de luz las palabras, para llegar al faldón de Dios.

Imaginémoslo de otra manera. Es probable que Cioran tuviera un baúl en su cuarto de París. Que el baúl tuviera dentro un aleph temporal, y que al filósofo rumano se le concediera una noche extraer de allí lo que quisiera, fuera real o imaginario. ¿Qué elegiría? ¡Ah! Antes de elegir, se diría dă-i românului mintea de pe urmă[1]: Como cualquiera, pensaría más en el riesgo de equivocarse que en lo que pudiera obtener. Pero, ¿qué elegiría? Tras cavilar, elegiría algo absoluto, refulgente y oscuro, inconmensurable y pequeño, algo donde cupieran los caminos escíticos en los que nadie vive y Prometeo encadenado, la gravedad educada de los ciudadanos modernos y el fanatismo umbrío, de pădure nebună[2]: Un alma. Cioran sacaría un alma. O un cerebro. O unos ojos. La imagen da lo mismo: Cioran sacaría un recipiente donde cupiera y se desbordara el ser humano.

Si el lector tuviera el don de la ubicuidad y ahora estuviera en esa buhardilla parisina, en esa noche de insomnio en la que Cioran abrió el baúl y sacó ese recipiente paradójico, se daría cuenta de que el recipiente es muy parecido al baúl, que ambos son espejados, que Cioran sostiene en una mano el recipiente y en otra sigue sosteniendo el ejemplar de El Quijote.

¿Por qué la cercanía entre Cioran y Don Quijote? ¡Oh Bartleby, oh humanidad!, que diría Melville. ¡Oh, identidad!, añadimos. Ambos son personajes desdoblados. Cioran vivió en reclusión tras momentos de pasión exaltada. Desde su piso irradiaba no sólo libros, sino vidas hipotéticas, clones fantasmales de sí mismo que se acercaban a los antiguos y a los modernos; polemizaba con los personajes de ficción con saña y buscaba hacerlos sangrar; repasaba anécdotas de la literatura y reflexionaba sobre la nada como si fuera un trozo de cal viva.

¿Y Don Quijote? El hidalgo vivió en reclusión de polvo y libros durante un momento de su vida, pero salió de casa y vivió lo que había teorizado: No necesitó clones fantasmas, salvo los que Cervantes le ponía por el camino para apuntalar su figura, pero sí irradió libros, y más, y más y más libros, hasta que se convirtió en uno. Por tanto, comparte con Cioran ese vivir en la ficción, ese culto abrasivo a la imaginación. Cioran encontró París y nunca más salió a deshacer entuertos. Si alguna vez vio gigantes los vio pudrirse tras su ventana. Cioran era un escritor: Podía regresar siempre de su locura. Don Quijote quizá quiso serlo, pero se sumergió en su locura y allí se quedó.

Ambos ilustran, en un espejo deformado, las virtudes y los defectos no sólo del hombre, sino de sus naciones. Los encarnaron, Cioran con fiereza, enseñando los colmillos a lo rumano, pero representándolo a su pesar; Don Quijote sin saberlo, haciendo camino al andar, pero con idéntica representatividad.

Rumanía y España son pueblos prendados de fantasmas. Si, como decía Edmund Burke, España es una ballena varada en las costas de Europa, Rumanía es como una moneda que se le cayó al Imperio Romano en un lugar al que nunca regresó. Los eslavos, los turcos, los rusos: Rumanía ha sido terreno de paso de tantas botas y caballos, que la relación entre lengua y hogar se convirtió en su ADN, más que en cultura. Ambos son países que evocan a guerreros, también fantasmales: España se hizo en el tiempo mítico de Al Andalus, entre espadas y fuentes; y los rumanos, “somos un pueblo acostumbrado a sufrir. Hay monasterios por cada derrota que infligimos a los turcos. Hemos sido el escudo de Europa. Pero eso nadie lo sabe. Preferís no saber nada de nosotros y quedaros con lo que es fácil odiar”, me dijo una vez un guardabosques cerca del monasterio de Sucevita, y continuó: “Debes saber, y dilo, que allá dentro hay dibujado un árbol, el Árbol de la Vida. En la copa hay un rostro. El tronco va menguando por los mordiscos de un perro a cada lado, uno blanco, las buenas acciones y uno negro, las malas”.

Ambos países, además, tienen una historia turbulenta respecto a sus minorías, y en ambos tuvo algo que ver la presencia de sus respectivos Cíclopes: Francisco Franco y Nicolae Ceausescu. Dos escritores[3] los adjetivan: al uno, como cuco; al otro, comoșmecher[4]. Ambos conceptos se caracterizan por una astucia taimada, por un disimulo que es casi un hechizo y que se ejerce desde las sombras, diría que en silencio. Franco fue más un abuelo, Ceausescu más un padre, pero ambos cebados de poder. Sus caídas fueron distintas, como distintas son los espejos del alma y el polvo que dejan. El de Ferrol murió plácidamente en la cama, mecido en la cuna de la estabilidad de la Europa Occidental. El conducator fue ejecutado en una espiral de hechos recordados en la película Videogramme einer Revolution, de Harun Farocki (1992). Allí, Cioran podría ver eternamente el juicio a Ceauescu y a su mujer Elena en la escuela, y diría que es un juicio puesto en marcha por unas víctimas resucitadas, tímidas, con corazones de hielo y electricidad en las uñas, que se acomodan asombradas y seguras de la muerte de la pareja, por haberlo cantado. El “me vas a romper el brazo” de Elena, antes de que la ejecuten, dirigido a uno de sus verdugos, tan humano, en contraste con la sensación de que ninguno de los ejecutantes va a mirarles a los ojos. Eso es lo peor del vídeo, el miedo retroalimentándose que acaba en el ritual del paredón. De la escena se desprende que el miedo es tan inmediato que corta los segundos de los minutos. Parece un vídeo hecho de escenas desgajadas y luego montadas. Tras matarlos, los verdugos les levantan la cara y se comprende que sólo decapitándolos estarían más seguros.

Los dos países abusaron de “su imagen absoluta, de parecido ideal”, lo que les ha creado problemas con sus minorías o regiones con un pasado que se proclama distinto. Sí, Don Quijote habla con respeto de los vascos; en el episodio del Vizcaíno, a pesar de su tono jactancioso, el hidalgo respeta como un igual de armas al vasco, que da una visión sosegada al estrambote quijotesco[5]. Ya en la segunda parte, la visita a Barcelona es motivo de admiración, y también de embeleso mediterráneo. Sin embargo, ese respeto popular se ha empantanado: dictadura, secesionismo, terrorismo, factores que han creado una visión política de enfrentamiento, con elites españolas por un lado, catalanas por otro, vascas por otro, luchando en una especie de casa, España, que se va vaciando de personas y habitaciones, como la casa de Usher.

En Rumanía sucede algo similar, pero con mayor crudeza. No está libre del mal balcánico: Identificación de estado como étnicamente homogéneo y sueños de irredentismo. Lo que fue un país de minorías, tras la Segunda Guerra Mundial y la dictadura de Ceausescu, ha quedado prácticamente sin ellas, salvo por los húngaros y los gitanos. Apenas quedan alemanes, apenas judíos. Rumanía es terreno de ucronías: Una Rumanía vasalla de un Imperio Austrohúngaro que nunca se hubiera desmembrado, con Timisoara como la puerta de entrada a la Mitteleuropa, que usara en sus monedas la efigie de Paul Celan. Una Rumanía dirigida desde un palacio en Hermandstadt donde vivieran reyes suabos adictos al nazismo, si éste nunca hubiera sido derrotado. Una Rumanía rica, dirigida por una elite inspirada en la organización de los cantones suizos, con Cluj-Napoca de capital y cada minoría con un estatus político igual, si la historia hubiera sido favorable. Una Rumanía inserta en una URSS perpetua, con Iasi como centro administrativo y capital en Chisinau, si la historia fuera cruel. Igual de fantasmales son los países que los hombres: Con un poco más de épica, pero con idénticos cosidos y desgarros.

Sobre estas minorías, polvo en los caminos, destaca la judía, reposo de todas las almas del siglo pasado. La tragedia y el lar, la incomprensión y la mezcla, la crueldad de manos frías y la supervivencia recorren la historia de los judíos en ambos países. En España, la amnesia es de siglos: 1492. En Rumanía, de años: Siglo XX. Hay cuatro grandes autores judíos rumanos del siglo pasado marcados por un destino quijotesco y con unas fechas y circunstancias de sus muertes, en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada[6], que resumen su siglo: Max Blecher (nacido el 8 de septiembre de 1909, muerto de la enfermedad de Pott el 31 de mayo de 1938); Benjamín Fundoianu (nacido el 14 de noviembre de 1898, muerto en Auschwitz, el 2 o el 3 de octubre de 1944); Mihail Sebastian (nacido el 18 de octubre de 1907, atropellado por un camión del Ejército Rojo el 9 de mayo de 1945), e Ilarie Voronca (nacido el 31 de diciembre de 1903, se suicidó antes de acabar su Manual de la Felicidad Perfecta, el 8 de abril de 1946).

Don Quijote y Cioran hicieron su viaje, en medio de la lluvia y de la muerte[7]. El ingenioso hidalgo convirtió en esperpéntica una España atrasada y, como un cura borracho que se tizna la cara, su desafío fue no sólo estético, sino moral. Detrás de su deseo de andar por España impugnando lo real está el desafío a los límites: ¿Quiénes somos? ¿Qué sabemos? Esta pregunta vivirá, siglo tras siglo, siempre que los seres humanos sigamos teniendo dos ojos y una boca. En el siglo XX la recogerá, entre otros, Cioran. El rumano también hará su camino, y se tomará a sí mismo como objeto de estudio, como hace Don Quijote, objeto y sujeto de su locura. Cioran hace de su filosofía una forma de vida y convierte su casa en su columna. Simón el eremita declamaba al desierto, Cioran a París, resumen del mundo. En Cioran, el viaje adquiere los tintes del siglo XX, siglo de paradojas: El mundo se acerca y el hombre se expande hacia su interior. El solipsismo de Cioran es tan extremo que sus palabras se derriten, como el reloj en un cuadro de Dalí; sus conceptos son monstruosos agujeros negros que albergan luz para morir en la oscuridad; y su pensamiento, como un Dios torso, rebota una y otra vez en el cuarto desde donde el rumano recrea la realidad. La materia es un escándalo en el seno de la nada, escribió. Pudo decirse, con Julio Martínez Mesanza:

Yo he visto el túmulo de un Dios en Creta:
creedme: su tamaño era el de un hombre[8].

En Cluj-Napoca, una profesora de Literatura Contemporánea me dijo que llegó a una edad en la que no podía leer más a Cioran, que le sobrepasaba, le parecía como de otra estación: Primavara, vara, toamna, iarna[9] y estación Cioran. Le reprochaba carecer de humor. Citaba al Quijote y sostenía que compartía mucho de la fiebre por la realidad del filósofo rumano, pero Cervantes lo había salvado con humor, con la ridiculización del personaje. Cioran, si sonríe, es por algún enigma que se plantea o planteará al lector, porque, decía ella “para él, un hombre es una cucaracha violinista”.

Así, el viaje por una realidad alterada más real que la realidad, como en un cuadro de Antonio López (Don Quijote) y el exilio para partir hacia los límites del mundo interior (Cioran).Y un nombre que reúne no sólo ambos conceptos, sino también a ambos personajes y a ambas realidades, la española y la rumana: Alberto Henrique Samuel Béjar y Mayor, es decir, Alexandru Vona, rumano sefardí, ganador a finales del siglo pasado del Premio Unión Latina, con su novela Las ventanas tapiadas. En rumano hay algo sobre él; en otras lenguas, poco. Por lo que sé, hay traducción de su libro en español, además de en francés y alemán. A fecha de este escrito, la Wikipedia sólo tiene una entrada en este último idioma. Su carácter fantasmagórico y universal está evocado en su “disculpe mi español, no lo hablo desde 1492”, con el que abre una entrevista concedida al diario ABC, un lunes de noviembre de 1995[10]. Al recordarle, puede pensarse en un dios bifronte. Con una cara, ese Jano mira a las personas alabadas, quienes consiguen lo que quieren y logran reconocimiento. Cioran, por ejemplo, a pesar de sus rayos y truenos, ha sido mirado por ese rostro. La otra cara, al mirarte, da sin dar y premia castigando. Este rostro miró a Alexandru Vona y le dio la capacidad de escribir con entereza profética sobre un tipo de derrota, la de los sefardíes, a través de otra derrota, la del siglo XX. La fortuna se alegra de ser esquiva, y ama especialmente la injusticia, es verdad, pero depende de un dios bifronte. Y el lector sabe que quien es mirado por uno de los dos rostros puede, de súbito, ser mirado por el otro.

Somos polvo, pero tenemos que alimentar nuestra calavera. Por voluntad o a nuestro pesar, impulsados por la imaginación o la necesidad, a veces, como Vona, Cioran o Don Quijote, partimos. Si, por ejemplo, una máquina del tiempo trajera a Cioran, vería que muchos de sus compatriotas abandonaron Rumanía, y España los acoge, como Francia a él. En Rumanía bromean con que siguen el camino inverso a las legiones de Trajano. Aquí se buscan la vida rumanos triunfadores, como Raluca: Vino a Madrid, de Botosani, en el 2000, trabaja de diseñadora de interiores y cada verano recibe en su fastuoso chalet a sus padres. Malviven inmigrantes, también del Botosani de Blecher, entre la solidaridad y el robo de turistas en el metro; con un optimismo atroz, se van de picnic a los jardines de la Plaza de España. Busca sus bani[11] el buscavidas, que llega a un Castellón, România mica[12], que tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria es una ciudad de puntos suspensivos acabados en un interrogante. Y llegan elegantes estudiantes rumanas que, ante la admiración general, hablan tres, cuatro, cinco idiomas, y ven Europa con avidez y a la Unión Europea con recelo; que hablan de cantantes rumanas, Maria Tanase, Romica Puceanu, Sanda Weigl, de nombres extraños que los estudiantes españoles olvidan, aunque su música sea un recuerdo al despertar.

Cualquiera que haya dejado su casa percibe la ambigüedad de todo viaje, que es soledad y esperanza. También los españoles sabemos de eso. Mis abuelos, en la Alemania de posguerra: Siete años en München y volvieron sin saber ni una pizca de alemán. Los jóvenes españoles, a los que el diablo tienta diciendo: “Si desapareciera toda vuestra generación, no pasaría nada”, y con una maleta donde caben las dos carreras y las ideas de grandeza, huyen a cualquier lugar de mercado pletórico[13]. Los vaivenes de la historia han unido a Rumanía y España en esa soledad, ensayo del polvo, que es la del viajero. Ese momento en el que el viajero se detiene, porque ha llegado, porque ha regresado. Cioran en su habitación, recién llegado a París, con ideas apocalípticas que luchan a dentelladas tras su frente, y él palpándose las manos, optimista porque hay luna llena y tiene velas. Don Quijote en el salón de su casa, al volver de sus andanzas, Sancho, el cura, el barbero, las criadas ya dormidos, con las manos aferradas a la mesa, mirando el fuego, con el pavor en los ojos de su breve lucidez, a la que rechaza avivando las llamas.

Identidad, individual y colectiva; viaje y soledades; esperanza y literatura. El hombre, polvo prendado de fantasmas, esto es, polvo que se sabe tiempo. La relación con el tiempo nos hace hombres. La razón nos arma contra el tiempo; pone canales, lo embalsa, pero al final se acaba derramando. Si lo queremos navegar, acaba pudriendo la madera o agujereando el metal. Es imposible de vadear, aunque lo intentemos. A estos intentos responde la hybris de Don Quijote, y su lucha por ser un personaje de ficción, atemporal; o la de Cioran, al plantear la discusión sobre la existencia como un problema eterno. Ambos fracasan, pero no porque al caballero de la triste figura le falte voluntad o al filósofo profundidad. Fracasan porque el final hay un agujero en la olla, por donde todo se escapa.

Esa es la advertencia. Sus intentos, los intentos de todo hombre por batirse con el tiempo[14]. El hombre fracasa al intentar elevarse por encima de su condición de hombre, como fracasó Don Quijote, como fracasó Cioran. Que el hombre, a pesar del fracaso, nunca es triste cuando intenta elevarse de su condición de hombre. Que su intento es heroico, como también lo es el reconocer sus límites, de una superficie infinita, como supo ver Don Quijote, como supo ver Cioran, ambos a destellos.

Epílogo

Esta tumba esconde el polvo de Esquilo,
hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela.
De su valor Maratón fue testigo,
y los Medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él.

Esquilo escribió obras de piedra, de pórticos que se abren haciendo surcos en la tierra, escritas con las uñas todavía con la sangre seca, frente a un Sófocles de leyes nuevas. En su concepción trágica del hombre, éste está sometido a fuerzas superiores, al destino, personificado en las Parcas. Su epitafio es curioso. En su primera parte, menciona el polvo, y lo une a un sujeto, tumba, y a un verbo, esconder. Es un eufemismo elegante: A quien gozó de fama, la muerte no lo elimina, sino que lo esconde. Quien está escondido puede ser encontrado, siempre que se le busque, es decir, que se le recuerde. Pero en la segunda parte, no hace mención alguna a su condición de dramaturgo, sino que quiere ser recordado como soldado, en medio de la batalla y de las moscas. Le pasará lo mismo a Don Quijote. ¿Por qué elige Cioran la figura de Don Quijote, y no la de Prometeo? Cine stie![15] Quizá porque el ingenioso hidalgo lee, sueña y vive, sin gradación. Cioran elige del baúl un alma, es decir, un hombre. Él, como todo hombre, quiere vida, aunque vaya a parar al polvo, y leer, soñar prendado de fantasmas. 

Jesús Pérez Caballero (Gandía, 1981) es escritor y jurista. Ha vivido en Berlín (Alemania) y Covasânt (Rumanía). Actualmente reside en Guadalajara (Jalisco, México). Allí repasa unos textos y acaba su tesis doctoral sobre crímenes contra la humanidad y crimen organizado.